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Desertar de Corea del Norte para vivir el aislamiento del exilio en el Sur

(Seúl, 2 julio, 2021).- Atravesar alambradas de espino y sortear las minas antipersona sembradas en los 238 kilómetros de frontera que divide la península coreana es sólo el comienzo de un viaje al exilio, que tiene como mayor riesgo la incomprensión y el aislamiento interior.

Saltar esta barrera no solo es tarea casi imposible; huir de Corea del Norte es ilegal y el país mantiene también un asfixiante control de sus fronteras septentrionales con Rusia y China.

La mayoría de los desertores que intentan llegar al Sur en busca de una vida mejor debe emprender una odisea de entre 4.000 y 8.000 kilómetros a través de otros dos o tres países.

Es un viaje en manos de mafias e intermediarios que puede costar mucho dinero y en el que el precio final puede ser mucho peor: la deportación de vuelta a Corea del Norte, donde aguarda un encarcelamiento en condiciones inhumanas.

Al ex teniente coronel Han (que prefiere no revelar su nombre completo por miedo a represalias) el periplo le llevó apenas unas semanas gracias a la ayuda de su familia, que había llegado al Sur antes que él.

Angella Kim tuvo que trabajar a escondidas como inmigrante ilegal en la ciudad china de Shenyang durante año y medio antes de poder pisar el Sur.

A Kim Eun-sun tocar tierra surcoreana le costó dos intentos -fue deportada y encarcelada de vuelta en Corea del Norte- y un total de nueve años, varios de los cuales los pasó en la propiedad de un granjero chino al que ella, su madre y su hermana fueron vendidas.

HUIR PARA NO MORIR DE HAMBRE

Para Eun-sun, que tiene 35 años y ha vivido 15 en el Sur, huir de su país no fue «cuestión de elegir»: la enfermedad se llevó a su padre (y con él el único sueldo estable en su hogar) en lo peor de la terrible hambruna de los noventa.

Huir fue la única solución para que ella, su madre y su hermana sobrevivieran, hasta el punto de que, tras ser arrestadas en China y deportadas a Corea del Norte, lo primero que hicieron al salir de la cárcel fue enfilar hacia la frontera.

«Pero muchos surcoreanos creen que es una decisión más que nos brinda la vida», cuenta a Efe en un café del distrito de Nowon en Seúl, donde hoy vive con su marido -también norcoreano y al que conoció tras desertar- y sus dos hijas.

Siendo un área asequible, Nowon es uno de los distritos que más norcoreanos concentran en la capital surcoreana, aunque a simple vista nada lo diferencie de otros y ni siquiera se vean restaurantes sirviendo especialidades norcoreanas.

En el barrio, Eun-sun y su marido tienen amigos de su misma nacionalidad con los que se juntan habitualmente, aunque nunca, admite, suelen hacer coincidir a sus conocidos norteños y sureños en un convite.

Basta con ver cómo inician los desertores su andadura en el Sur para intuir la existencia de esa barrera invisible.

Eun-sun, al igual que el resto, tuvo que pasar meses en Hanawon, la residencia del Gobierno que los «entrena» para su nueva vida en una economía capitalista 50 veces mayor que la de su empobrecido y sancionado país.

Aquí se les enseña desde historia coreana sin la censura del régimen de los Kim hasta cómo pagar facturas o usar un cajero.

Sin embargo, no hay preparación suficiente para la soledad, la desventaja laboral o académica o los prejuicios que encararán en sus nuevas vidas y que, en palabras de Eun-sun, los convierten en «ciudadanos de segunda».

Aunque, según datos del Gobierno surcoreano, más del 75 % de los norcoreanos que han entrado en el país completaron la secundaria en su lugar de origen, solo un 17 % obtuvo un título superior, una traba importante, más aún cuando el currículum académico sureño tiende a ser mucho más sofisticado.

Esto dibuja un panorama en el que muchos acaban en trabajos poco cualificados o directamente sin empleo (a principios de año, la tasa de paro entre desertores era del 7,7 %, más del doble que la media surcoreana, del 3,6 %).

MISMO IDIOMA, MUNDOS DIFERENTES

«Ahora mismo, Corea del Sur les dice a los desertores que deben entender la sociedad surcoreana, aprender cosas nuevas y aceptar todo lo demás aquí en el Sur. Sin embargo, no enseñan a los surcoreanos a aceptar plenamente a los desertores», opina Eun-sun, alternando entre coreano e inglés, el cual perfeccionó gracias a una beca de un año en Misuri.

Ella misma vivió esa aprensión con una mujer cuyos hijos van a la misma guardería que las suyas y de la que se hizo muy amiga hasta que decidió hablarle de su origen.

A partir de ahí, los mensajes de texto se redujeron, las conversaciones en el parque se acortaron y aparecieron las excusas para evitar ir a visitarla a su casa.

Cree que sucedió simplemente porque «ella no sabe mucho sobre desertores (¡puede que piense que soy una espía o cualquier cosa!)» y que las campañas de sensibilización del Gobierno en ese sentido deberían ser una prioridad, especialmente en distritos como el suyo.

A Eun-sun no se le nota en absoluto el acento norteño, y tampoco a Angella, que buscó relacionarse lo máximo posible con surcoreanos en sus años universitarios en Seúl para perfeccionar su pronunciación sureña y adaptarse a su nuevo lugar de residencia.

Dice que nunca ha analizado a nivel emocional lo que supone querer dejar de lado parte de los rasgos de quien era cuando abandonó el Norte en 2006.

«Puede que mi principal foco fuera que tenía que sobrevivir en el Sur, que tenía que convertirme en alguien profesional, en alguien que se pareciera a un surcoreano, que pensara como un surcoreano, para poder ser parte de esta sociedad», reflexiona parapetada tras unas gafas redondas que iluminan su rostro menudo.

Eso no le evitó episodios desagradables en la propia universidad, donde un profesor la puso como ejemplo del «odio que puede existir entre personas de dos regiones distintas».

AYUDAS ECONÓMICAS

En un taller de teatro diseñado para impulsar la reunificación de la península, unos compañeros surcoreanos le dijeron que ojalá ellos hubieran huido también del Norte para poder beneficiarse de las ayudas que el Gobierno de Seúl brinda a los desertores.

Corea del Sur puede donar a cada norcoreano que llega un máximo de unos 8.000 dólares, que pueden incrementarse hasta un máximo de otros 25.000 en los cinco primeros años si obtienen un empleo o completan programas de formación.

También facilita subsidios para vivienda y educación y algunas exenciones al registrarse en la seguridad social.

En un país tremendamente competitivo como Corea del Sur, donde muchos viven endeudados para acceder a vivienda o pagar los estudios de los hijos, este paquete de bienvenida resulta a ojos de algunos demasiado generoso.

Eun-sun, pese a agradecer enormemente la ayuda recibida, opina que «la sociedad surcoreana no está preparada para cuidar de todos los desertores que acaban cayendo a través de las rendijas del sistema».

«El problema no es la cantidad de dinero», dice, «sino cómo se puede mejorar la efectividad de las ayudas».

Sus palabras traen a la mente el caso de Han Sung-ok, desertora de 42 años que en 2019 fue hallada muerta en su domicilio de Seúl junto a su hijo de 6.

Han y su hijo, que habían llegado al Sur en busca de una vida mejor, vivían en la pobreza extrema y fallecieron aparentemente por inanición.

Independientemente de su condición de norcoreana la mujer tenía derecho a percibir ayudas que nunca solicitó.

Eun-sun cree que se dejó morir y que la tragedia deriva del apoyo inadecuado de los servicios sociales.

«Ese suicidio pasivo no fue por falta de comida, sino por ese nivel de soledad, de falta de comunicación, de sentirse aislado», opina.

RIESGO DE SER VENDIDAS O PROSTITUIDAS

El caso de Han pone el acento en la especial vulnerabilidad que sufren las mujeres norcoreanas que huyen de su país -siete de cada diez norcoreanos que llegan al Sur son mujeres- y que al llegar a China se convierten además en objetivo de mafias que buscan venderlas como esposas o a redes de prostitución.

Este fue el caso de la madre de Eun-sun, que fue vendida a un granjero pobre del noreste de China que necesitaba tener un hijo varón para preservar el linaje y heredar la finca familiar.

Para eso compró a la madre y a sus hijas (adolescentes entonces), a las que el granjero se comprometió a alimentar y dar techo siempre que la mujer pariese un varón.

El medio hermano de Eun-sun nació en 2002 y ella y su familia (el niño tuvo que quedar atrás) acabaron huyendo de la granja y trabajando ilegalmente durante años en la ciudades chinas de Dalian y Shanghái antes de terminar jugándose la vida cruzando a pie el desierto del Gobi para llegar a Mongolia, donde la embajada surcoreana las envió al que hoy es su hogar.

«Tuve mucha suerte de no haber sido vendida», cuenta por su parte Angella, que originalmente nunca planeó desertar.

Fue engañada por un intermediario que le dijo que su madre, que había huido hace tiempo a China para ganar dinero, quería verla al otro lado de la frontera.

«Básicamente me usaron como mula (para traficar anfetaminas). El plan nunca fue llevarme hasta mi madre», afirma.

Su carácter extravertido y efervescente hace que muchas veces rememore medio entre risas episodios terribles como este, en el que en plena noche y con el pelo cubierto de estalactitas por haber cruzado en pleno invierno el río Tuman, se quedó tirada en el lado chino de la frontera.

De madrugada dio con un hombre que aceptó ayudarla y que logró contactar a su madre.

Sin embargo, le exigió a ésta un pago cuya cantidad luego pediría incrementar al descubrir que Angella, que entonces tenía 17 años, era virgen, lo que la convertía en una mercancía valiosa «en el mercado», según le comentó él mismo.

A cambio de ese dinero extra, el hombre prometió «no tocarla ni venderla» y ambas tuvieron que aceptar el trato.

En 2008 Angella lograría cruzar, a través de la selva, a Laos primero y a Tailandia después, el único país continental de Asia Oriental junto a Mongolia que no deporta a desertores y permite a las embajadas surcoreanas hacerse cargo de ellos.

CONTRASTES ALIMENTARIOS

El ex teniente coronel Han entró por una ruta similar a la de Angella en 2009 y recuerda vivamente cuando aterrizó en el Sur.

Aunque su deserción no tuviera, como la mayoría de los casos, motivación económica, se quedó impresionado por lo que vio al llegar en un restaurante.

«Casi lloro al ver el menú. ¡Qué país! En el mío la gente solo comía gachas de maíz o legumbre», reconoce con gesto duro, por momentos casi desafiante, mientras apura un cigarro.

En 2008 Han estaba destinado en el polígono intercoreano de Kaesong y, en uno de sus escasos permisos para retornar a casa, se encontró con que su mujer y sus dos hijos habían desaparecido.

Enseguida se olió algo, pues su familia estaba aprovechando sus contactos en Kaesong para comerciar con textiles surcoreanos de manera ilegal.

No volvió a saber de ellos hasta que un año después recibió una llamada suya desde el Sur, a donde habían huido para evitar ser detenidos y donde él lograría llegar también poco después.

Más tarde también vendrían su sobrina, el entonces novio (hoy marido) de su hija y su ahora consuegra, lo que convierte a los Han en un caso inusual por el hecho de que tantos miembros de una sola familia hayan logrado desertar con éxito y reencontrarse en el Sur, donde hoy viven en las afueras de Seosan (100 kilómetros al suroeste de Seúl).

La familia logró montar, con dinero que Han asegura que recibió por facilitar información militar a Seúl, un pequeño obrador en el que fabrican y venden «injo gogi» («carne artificial»), una pasta de soja que se rellena con arroz y salsa especiada para elaborar una especialidad típica de los mercados de Corea del Norte.

Resulta fascinante verlos coordinarse en la elaboración -incluso Han, habitualmente enérgico, preside el proceso con gesto reconcentrado- de este producto que simboliza tanto su tierra como la persistente escasez que la sacude (el «injo gogi» se inventó precisamente como sustituto proteínico por la escasez de carne).

Durante toda la operación los nietos de Han, de 3 y 7 años, berrean con la indiferencia de quien ha nacido en el Sur y ve en esa pasta de soja un simple tentempié.

FAMILIAS ROTAS

Pero la mayoría no tienen la suerte de los Han.

Por un lado, Angella ha logrado convertirse en actriz y terapeuta artística y está felizmente casada con un surcoreano (la mayoría suele emparejarse con otros desertores) con el que vive, junto a tres gatos y un perro, en una casa de campo a las afueras de Seúl.

Pero por otro tuvo que dejar atrás a «cuatro familiares cercanos» y lleva desde 2006 sin verlos a ellos o a su añorada ciudad natal; la localidad costera oriental de Wonsan.

Añora las noches de verano en las que, ante la escasez de suministro eléctrico, los únicos destellos de luz eran las luciérnagas entre los pinares o el reflejo de la luna en las escamas de los peces voladores que saltaban de ola en ola mientras ella y sus amigos tocaban la guitarra en la playa.

Dependiendo de su estado de ánimo (y también del punto en el que estén las relaciones entre ambas Coreas) cree que tiene entre un 10 y un 0 % de posibilidades de volver a verlos, una carga que sobrelleva con ayuda de un terapeuta.

Quiere que se vea el problema de la división de la península «no necesariamente como problema político, sino como problema humano» y subraya que «el que haya gente que no pueda ver a sus seres queridos en contra de su voluntad, es un problema tremendo».

Ni ella ni Eun-sun consideran que la reunificación sea ahora mismo una solución para la península, pero sí que se abran las fronteras para permitir la libre circulación de personas.

Incluso el señor Han está deseando poder volver para recuperar los restos de su padre y su abuelo -que paradójicamente nacieron en el Sur y acabaron emigrando al Norte tras pasar por Japón- y enterrarlos en su localidad natal, Chungju, que queda a solo 130 kilómetros de donde vive hoy.

Es así como siente que debería cerrar ese círculo. EFE

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